miércoles, 15 de abril de 2009

Introduccion al condividuo

El mito del “Yo”. x Luther Blisset

IDENTITARIO: ¡Queridísimo Luther, encontrarte es siempre un placer! He pensado que podía traerte un pequeño regalo para testimoniarte mi amistad: un cuadro al óleo pintado por mí.

LUTHER: ¿Un cuadro pintado por tí? ¿Un cuadro tuyo? ¿Algo que no he hecho yo?

ID.: Bueno… lo he hecho yo

LUT.: Precisamente: si lo has hecho tu, yo no sé qué hacer con él.

ID.: Perdóname, pero no comprendo tu resentimiento. Yo pensaba que te gustaría tener en casa algo mío; soy un pintor reconocido.

LUT.: Escucha, amigo: tu me traes un objeto del cual te dices autor, es decir una cosa sobre la cual ejerciste artísticamente tu autoridad. Piensa que, si un amigo me regalase un caballo que respondiese sólo a sus órdenes y con el resto se quedase parado rumiando achicoria, ¿no crees que debería resentirme con aquel amigo?

ID.: En ese caso sí. Pero cuando lees un libro escrito por otra persona, esa lectura te reporta placer.

LUT.: Ciertamente. Y me es útil en la misma medida en que me puedo servir de las ideas en él contenidas para mi beneficio. Y yo soy útil a esas mismas ideas en la medida en que les permito reproducirse y desarrollarse en mí y en otros cerebros. Es como si la evolución avanzase a menudo gracias a la distorsión, al reciclaje de órganos. Como si cualquier idea entrara a formar parte de otra persona y fuera asimilada a él, de modo que cualquier cosa absolutamente extraña al ser, no producto de sí mismo, contribuirá a producir su propia historia.

ID.: Cierto, nos nutrimos de ideas y estamos hechos de ideas. Pero no es la idea la que nos crea: nosotros la elegimos.

LUT. ¿Y quién se encarga de elegirla?

ID.: Yo, o sea mi Personalidad, que escoge la idea que se le adapta mejor y que le parece más de acuerdo consigo.

LUT.: ¿Y qué sería de tu Personalidad, si la separas de la idea que infecta tu cerebro en este momento y que, junto a todas las demás, son el “humus” del cual nace el Gran Relato que tú llamas con el nombre de Yo?

ID.: Explícate mejor, Luther, pues empiezo a inquietarme.

LUT.: Somos como las aves que construyen su nido con todo lo que encuentran y llama su atención. Estas aves no son exactamente lo que están haciendo, sencillamente lo hacen. Lo mismo se puede decir de nuestro cerebro, que representa, y sobre todo se autorrepresenta, una historia construida como un montaje de ideas, situaciones, personas que ha encontrado. Esta historia, este texto, somos nosotros. No se trata de ningún Autor. En ocasiones se producen de pronto varias ediciones de determinado texto, pero no es el Editor el que elige entonces qué llevar a la imprenta. Una de las ideas más arraigadas que hospedan los miembros de nuestra cultura es que el texto es el producto de una Conciencia, de una Voluntad.

ID.: Pero entonces, ¿qué es el producto?

LUT.: Piensa en mí. Yo tengo una biografía muy precisa, pero ¿se puede decir que ha sido producida por alguien en concreto? Los mitos y las leyendas proliferan, se afirman, se difunden. ¿Quién puede decir que inició la cadena?

ID.: Tú no eres el ejemplo más adecuado, ya que eres un condividuo. Pero ¿qué dirías de un individuo como yo?

LUT.: Diría que se obstina en considerarse individuo porque la sociedad lo ha producido de esta manera, y no sabría dónde reposar la cabeza si no pudiera individuar, siempre, al responsable de una acción cualquiera. Diría que en el budismo la Conciencia Individual (Vijnana) es el tercer Anillo (Nidana) de una cadena de 12 elementos (Paticca Samuppada) que lleva de la Ignorancia (Avidia) al Dolor.

ID.: Sostener esa idea es muy peligroso, querido Luther. Si no tuviéramos conciencia, así como un yo, si no somos Autores de nuestro discurso, ¿qué sería de nuestro sufrimiento y de nuestra alegría? ¿qué objetaríamos a quienes nos quieren oprimir, a quienes nos quieran imponer su autoridad? Un amigo mío que tiene ideas similares a las tuyas y decía que los derechos de Autor son un robo se puso enfermo cuando otro escritor se inscribió en la S.G.A.E. con un texto suyo…

LUT.: A quien nos quiere robar la gloria, responderemos que la gloria no tiene dueño. No que los dueños seamos nosotros. Los sentimientos no son una cosa material, y no conocemos los confines del cuerpo. Fluimos a través de él como el agua a través del caudal de un torrente. Y este caudal lo modelamos, lo hacemos brotar de mil modos diferentes. Esto es lo que importa: que alguna célula del condividuo modifique sus sentimientos de una manera distinta y original. No si puede ser original respecto a sí mismo: el único modo de serlo es no considerarse de esa manera [un Yo].

ID.: Tú elogias la esquizofrenia, como ya hicieron tantos que estaban sanos antes que tú. Pero no creo que una víctima real de ella estuviese de acuerdo contigo.

LUT.: Tienes razón. El esquizofrénico es un individuo que, sintiéndose exteriormente amenazado, esconde su verdadero “yo” en una celda inaccesible, y muestra a los otros una máscara, de manera que las cosas terribles que suceden a su alrededor no le afecten realmente. La esquizofrenia es el resultado de la más obstinada defensa por parte del individuo. Pero la mejor defensa no es poner diversos “Yos” dentro de un solo cuerpo, sino poner diversos cuerpos en un Yo.

ID.: En resumidas cuentas, el Partido Masa.

LUT.: No, todo lo contrario. Porque en el Partido Masa todos los cuerpos terminan catalizados en la misma idea. En el condividuo los cuerpos son otros tantos centros de elaboración de datos, de creación de ideas y sentimientos. Como los escollos del torrente, diríamos… Con la diferencia de que los escollos son pasivos, inmóviles. Los cuerpos en cambio no esperan la llegada de la idea como si se tratase de una gracia celeste, sino que causan la corriente como las masas que hundimos en un lago artificial.

ID.: ¿Y qué hay que hacer para convertirse en condividuo?

LUT.: Basta renunciar a la propia identidad, con todas las ventajas que esto comporta. Zambullirse en oleadas de sentimientos de rabia y alegría que sientes fluir en torno tuyo, reelaborarlas, sin poner tu marca, tu firma. Porque no sabría qué hacer con un trabajo firmado e igual a tí: es algo acabado, del que tú has decretado el final y al cual nadie podrá añadir nada nuevo. La no identidad del condividuo marcha pareja con lo inacabado.

LUT.: Es ésta una conversación muy provechosa, Luther, y aunque no completamente, me has convencido…

LUT.: ¡Dirás mejor: me ha convencido!

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