lunes, 13 de abril de 2009

Patafísica, ¿para qué más?

por Giancarlo Stagnaro



Una palabra bastará para sanarse. Patafísica. No está incluida en el diccionario de los mortales ni es un tecnicismo enrevesado. Patafísica. Memorice el término. Incorpórelo a su respiración. Hágalo parte de sí. Es lo más loco y genial que haya parido la literatura.

Alfred Jarry fue un francés nada convencional que satirizó la sociedad de su tiempo —esa misma sociedad que Proust caricaturizaría posteriormente— a través de la figura del padre (pére) Ubú, emblema de la monstruosidad y la ignorancia. Ubú, como muchos ya lo han señalado, puede ser uno de nosotros y esconder su amplia panza (¡cuernoempanza!) debajo de la nuestra.

Pero, después de un siglo de constatar su amena existencia, ¿qué más se puede glosar sobre la patafísica? ¿Qué otra perspectiva se puede añadir a lo ya escrito, dicho, visualizado o gritado?

“La patafísica es la ciencia de las soluciones imaginarias que simbólicamente confiere al lineamiento las propiedades de los objetos descritos en su virtualidad”. La patafísica está en Ubú e incluso antes que fuera enunciado. Para muestra un botón: ya en tierras americanas había patafísicos, como el autor del himno nacional uruguayo, Francisco Acuña de Figueroa, que a comienzos del siglo XIX compuso el poema experimental “Salve multiforme”, dirigido a la Virgen María. Dicho poema admite 95 mil 464 x 1057 lecturas posibles. Mucho antes de la disposición de la página en blanco de Mallarmé y los caligramas de Apollinaire.

Rostros trinos

Así nos va. La patafísica es creación a partir de otra creación, lenguaje hecho de reminiscencias; e impregnada en el resto de la obra literaria de Jarry y sus sucesores, lo que a su vez le devuelve aristas de distintas reverberaciones significativas. Jarry, Ubú y Faustroll son el rostro de una trinidad que invoca a la disonancia, la etimología, lo lúdico y la risa como únicas devociones que deben ser tomadas seriamente. Porque, como diría Julio Cortázar, citando a Man Ray, “lo serio y lo no serio son lo mismo”.

Esto es la suprema aspiración poética de Jarry: llegar a un punto en que lo uno y lo otro son efectivamente correspondientes, y se reconcilian. “Mierdra” —la primera frase profesada por Ubu— y absoluto, lo profano y lo sagrado, el amor y la obscenidad, la vida y la obra se separan y se fusionan por principios de atracción y negación. Hacia la búsqueda de estos principios se orienta los buenos oficios de la patafísica, hecho de excepciones que constituyen “la” ciencia. Descabellado, puede ser, por lo que ello implica: una constante subversión de los fundamentos simbólicos e ideológicos de la tan mentada “realidad”, de ese compuesto proteínico que los periódicos y la televisión recomiendan para el fin de semana. La desmitificación del arte —de la literatura, en particular— y la entrega total a los poderes de la imaginación y la voluntad lúdica son los indestructibles baluartes de la patafísica.

Muchas tendencias literarias y artísticas actuales no se hubieran podido desarrollar en nuestra época sin el valioso aporte de Jarry y sus sucedáneos: dadaístas, surrealistas, el denominado “teatro del absurdo”, la transvanguardia. El Colegio de Patafísica se fundó en 1950 gracias un grupo de sátrapas trascendentales y eximios curadores que prosiguieron el legado ubuesco, como Louis Irinée Sandomir, el barón Mollet, Jacques Prévert, Raymond Queneau, Georges Perec, Max Ernst, Noël Arnaud, Boris Vian, Eugène Ionesco, Alphonse Allais, Henri Salvador e Italo Calvino. Muchos de ellos formarían también el Oulipo. Hasta la “ciencia de lo particular” influye en algunos postulados del psicoanálisis lacaniano. Por otro lado, es precursor de los discursos anarquistas que inspiraron la movida punk a fines de la década de 1970. Incluso el padre Ubú fue tomado para bautizar grupo new wave estadounidense del mismo nombre.

En un valioso artículo, Michel Arrivé ha explicado mejor que nadie los orígenes de aquella intuición que Jarry, en Gestos y opiniones del doctor Faustroll, denomina “la ciencia de las soluciones imaginarias”. En ese sentido, uno puede realmente valorar la verdadera trascendencia de una corriente fundamental de la literatura contemporánea. No nos engañemos: durante muchos años se le pidió a la literatura, sobre todo a la latinoamericana, ejercer una función eminentemente política: mostrar un mundo de ficción que abordara los problemas reales y concretos de nuestro continente. Sin embargo, aplicar este imperativo a toda la literatura escrita —y ejercer juicios de valor a partir de este criterio— se nos antoja como un precepto estalinista. Pues bien, la patafísica nos muestra que otra literatura, sin necesariamente romper palitos con la anterior, sino simplemente invirtiendo los paradigmas en sana simbiosis, es posible y, más aún, necesaria. En una época en que los escritores cerraban filas en torno a una ideología determinada, derecha o izquierda (la violación que no cesa, siguiendo a José Adolph), las combinaciones poemáticas o narrativas se asemejan a las dosis de aire o luz requeridas para un claustrofóbico.

De la “seriedad”

La “señora seriedad” —así le llamaba Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos, ese magnífico corpus patafísico en castellano— se ha encargado de hacerle malas pasadas al arte y la literatura en general. Así, para esta inflexible señora, como para Jorge de Burgos, una obra de arte no debe hacernos reír, sino obligarnos a meditar sobre la falible condición humana. Como si se tratara de un catecismo. Aclaramos, de paso, que no confundimos rigor con seriedad: son dos cosas diametralmente distintas.

Hasta para contar un chiste o hacer un gag hay que ser riguroso (verbigracia, Buster Keaton). Pero el humor parece tan lejano a nuestras letras como una estrella sideral. No hablamos de las bufonadas o de la ternura nostálgica, también cara a ciertos escribidores. Nos referimos aquí de un auténtico compromiso con la inutilidad, la inversión carnavalesca de los valores entronizados como verdaderos y eficaces por esta racionalidad instrumental, tormento nuestro de cada día.

Pero la papal dama es incapaz de ver más allá de donde terminan sus pesados y angurrientos lentes. Ella es la policía del llamado “buen gusto”. Ella censura, corta, enfrenta, ningunea, escribe manuales del buen comportamiento. Ella eleva los imponderables generales por encima de los nimios estorbos particulares.

Sin embargo, al ser conocimiento de lo estrictamente particular, de lo accidental —lo cual contrasta con el discurso científico convencional—, la patafísica se cierne sobre relaciones invisibles para el hombre común y silvestre, sometido a la cosificación instrumental, la banalidad consumista. La patafísica irrumpe, a veces de manera estruendosa, para acabar con los pensamientos únicos que pretenden ofrecerle a la vida una linealidad coherente. La patafísica es continuidad, es creación y destrucción de las formas por el azar y la risa; es aceptación sin vergüenza de nuestro lado grotesco, es decir, la caricatura que pretendemos ocultar de nosotros mismos con aquellos inseguros mandatos de la sociabilidad.

¿Podemos establecer una tradición así? ¿Es posible plantearla en medio de una cultura autoritaria como la nuestra, que tiende más a la socarronería y la criollada: estrategia inconsciente de reducción a la mínima expresión del otro?

Creemos utópicamente que sí. Reivindiquemos nuestro derecho a reírnos con nuestro arte, con nuestra literatura, con nuestra poesía. Alejémonos, al menos por un momento, de esa gravedad con que situamos a las obras artísticas y otras dimensiones de la vida del hombre. El arte no se ha hecho sólo para revelar, sino también para entretener (pero sin chabacanerías, tampoco somos broadcasters de TV; nada más antipatafísico que esto). No pretendemos encontrar tan sólo la “verdad”, sino reivindicar aquello que T.S. Eliot reclamaba para la poesía y la literatura por extensión: la capacidad de poder descubrir en la experiencia humana verificada en el arte la posibilidad del divertimento, del juego, del solaz. He ahí el carácter netamente subversivo de la experiencia artística.

Razones inútiles

Pues de eso se trata. Jarry concibió a Ubu a partir de una inocentona broma infantil y de sus chanzas con los compañeros de un colegio al sur de Francia. Asimismo, los honorables miembros de esta revista acordaron hacer un dossier al respecto para saludar una de las literaturas más inventivas de todos los tiempos. Nuestro oficio es, qué duda cabe, leve, pero no lo abordamos ni lo abordaremos, en esta ocasión, con los bolsones de las caras adustas ni con las machaconas citas a pie de página. Al contrario, incluso hemos dejado de lado sesudos artículos que pretendían hacer un estado de la cuestión. Por ello, confeccionamos un especial temático que aborda diversos aspectos —oh cráneo esférico— de la más curiosa de las disciplinas científicas.

Debido a cuestiones de dinero y tiempo, no hemos podido conseguir un traductor idóneo del francés, lengua que, por razones educativas, desconocemos en sus sintaxis y paráfrasis. Por eso acudimos a la buena fue de nuestros patafísicos amigos que residen en el exterior y pueden empaparse con mayor facilidad que nosotros de las costumbres extranjerizantes. Desde esta tribuna, agradecemos mil las colaboraciones de Alejandro Neyra, el amigo que, como en su cuento casi autobiográfico, ha conseguido las joyas de la corona: traducciones del original de algunos textos sobre el Colegio de Patafisica, el Oulipo y nada más y nada menos que algunos apuntes acerca de la ouvre de Georges Perec, uno de los narradores más influyentes y decisivos de los últimos tiempos.

Señores, sólo nos queda disfrutar la exquisitez de los platillos. La mesa está ampliamente servida.

Para citar este documento: http://www.elhablador.com/stagnaro1.htm

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